Todo comenzó cuando el soldado conscripto Pedro Rodríguez decidió apartarse sin permiso de la fila del desayuno para enjuagar su jarro. Ese acto tan simple alcanzó para mortificar el espíritu reglamentarista del cabo José Gordillo, quién inmediatamente intentó restablecer el orden con insultos y empujones. Viéndose tan maltratado, el soldado dejó caer el jarro enlozado y con la mano ya libre le aplicó al cabo un cachetazo tan sonoro que terminó retumbando en todo el país.
El soldado Rodríguez quedó arrestado a disposición de la justicia militar. Cuatro meses después el Consejo Supremo de Guerra y Marina daba la sentencia definitiva: cadena perpetua en el presidio de Ushuaia. Por cruel que pueda parecernos ahora, ese castigo se ajustaba estrictamente a los reglamentos militares de la época. Y fue del propio Consejo Supremo, conmovido por la sentencia que acababa de infligir, de donde partió la primera insinuación sobre la conveniencia de que el presidente Roque Sáenz Peña atenuara la pena.
Por su parte la población, sensibilizada por los habituales maltratos a los soldados conscriptos, decidió no seguir aceptando pasivamente los excesos. Y a las protestas iniciadas en Córdoba, donde una comisión de damas aprovechó la visita de la Primera Dama para pedir su intervención, se sumaron quejas cada vez más ruidosas que rápidamente se extendieron a Rosario, Chivilcoy, Bahía Blanca y Buenos Aires.
En esta última ciudad, las cosas fueron iniciadas por un grupo de señoritas de la parroquia de San Nicolás, a las que prontamente siguieron los estudiantes de la Facultad de Derecho, quienes queriendo hacer las cosas a lo grande, planearon una multitudinaria marcha hacia la Plaza de Mayo.
Inmediatamente comenzaron a llover sobre el comité organizador adhesiones provenientes desde los más diverso ámbitos: asociaciones patrióticas, organizaciones estudiantiles, la Liga por los Derechos de la Mujer y el Niño encabezada por la doctora Julieta Lanteri, la Bolsa de Comercio, ex soldados conscriptos de la alta sociedad y hasta los trescientos empleados de la Aduana. Los chicos agrupados en el Club del Niño salieron a recorrer casa por casa pidiéndole su firma a cada pibe que encontraban y los diarios de todo el país publicaron duros editoriales contra la sentencia.
En medio de tanta efervescencia, el 8 de febrero de 1911, el condenado llegó a Buenos Aires desde donde debía ser embarcado rumbo a Tierra del Fuego. Vestido con uniforme de brin claro, y esposado a un soldado condenado a una pena menor, Rodríguez bajó del tren e inmediatamente fue rodeado por gente que deseaba saludarlo. Emocionado también por los gritos de aliento que desde otro tren le hacían marineros conscriptos recién dados de baja, el soldado –de aire campesino y rostro marcado por la viruela– alcanzó a decir al cronista de La Prensa: “Hacía tiempo que me hostilizaba y ese día perdí la cabeza. Ahora sólo me queda confiar en que el Presidente me ayude. Pero tengo esperanzas, pues él también es un soldado”.
Era verdad. El doctor Roque Sáenz Peña lucía el grado de General del Perú con el que fuera honrado por el gobierno de ese país en mérito a su heroica actuación en la defensa del Morro de Arica durante la Guerra del Pacífico. Cuando finalmente el Morro fue asaltado, el 7 de junio de 1880, Sáenz Peña, extenuado y herido, clavó su espada en la tierra esperando la misma muerte que los vencedores daban a los demás vencidos, incluido el general Bolognesi. Muerte que no lo alcanzó gracias a la hidalguía de un oficial chileno.
El arribo del soldado Rodríguez a Buenos Aires estimuló aún más la inquietud popular. Un editorial periodístico decía entre perentorio y amenazante: “No es posible suponer que la condena monstruosa se cumpla íntegramente ni que el soldado salga de nuestra ciudad para hundirse toda la vida en el presidio”.
Por fin la marcha quedó organizada. Partiría desde Plaza Congreso el domingo 12 de febrero a las 15 horas recorriendo luego toda la Avenida de Mayo hasta la Casa Rosada. Allí la columna pediría al Presidente que saliera al balcón para escuchar el pedido de clemencia que un orador le haría desde la Plaza. Posteriormente la marcha se encaminaría a lo largo de la calle Florida hasta desembocar en la Plaza San Martín donde varios oradores, entre ellos una joven de la Asociación de Señoritas, hablarían a la concurrencia.
Sólo faltaba un detalle: el permiso de la policía. Pero contra lo que un lector de estos días podría imaginar, su jefe, el general Dellepiane, no solamente autorizó la manifestación, sino que también ofreció la Banda Policial para que encabezara la marcha con tambores y trompetas.
Sin embargo, esta marcha nunca llegó a realizarse porque dos días antes el presidente Sáenz Peña conmutó la pena disminuyéndola a tres años de reclusión en Campo de Mayo. Se basó en la desproporción existente entre la falta y el castigo, y recomendó a las Fuerzas Armadas la reforma del anticuado y cruel Código Militar existente.
A partir de ahí se pierden los rastros del soldado Rodríguez, involuntario causante de una movilización popular que no llegó a transformarse en la primera marcha argentina por los derechos humanos, por muy poco.
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